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Una confesión: Se recuerda a los señores pasajeros que tengan en cuenta que se sabe, se sabe, se sabe...
A mis veintipocos estuve en Gran Canaria y, como casi me fui con lo puesto
(como siempre para poder salir rápidamente en cualquier momento ante el
peligro) al llegar allí no tenía ni toalla para que las aguas frío-cristalinas
del Atlántico rozaran mi piel tersa e inicialmente instruida. Estando en la
playa del Inglés, pasé por una de las tiendas y elegí una para poder secarme
después del baño. La prenda tenía estampados unos tiburones blancos nadando sigilosos a sus anchas por el fondo del mar. Desde hace unos años a esta parte, quise
deshacerme de ella, sobre todo por vieja y por soltar lastre, que ya iba siendo
hora...pero el 15 de agosto de este año en curso la toalla seguía en mi poder.
No sabía muy bien porqué no me había deshecho ya de ella aunque me repetía el
mantra de "tengo que tirar la toalla" desde hacía mucho. Mucho,
mucho. Sin embargo, siempre lo dejaba para mañana...
Como os iba diciendo, el día 15 de agosto, por la mañana, me levanté con el
convencimiento de que mis hijos limpiasen el mueble del comedor (cosa que venía
avisando porque hay que hacerse a la idea si hay que realizar la limpieza a fondo
de un mueble de época de este calibre). La Boiserie, repleta de libros dignos de poder
ser organizados ya por temática, pedía a gritos una limpieza de cambio de
estación en pleno verano. Y esa voz interior que algunos malinterpretan por
falta de conocimiento, formación o cultura, me dijo: Ahora.
Y ese ahora significaba que era la hora de deshacerse de ella. Porque si quiero que mi piel permanezca tersa debía tirar la toalla. Y es que ya he realizado la instrucción, en trinchera
primero y academia de oficiales después.
Y viré, y me acompañé de mis tijeras de corte de carnicero
sin afilar. Corté la toalla por la mitad. Ese corte de precisión me correspondía
a mí. Por aquello de los galones. Una vez hecho esto, llamé al primero de mis
hijos; el pequeño. Porque sabe de lo que va de forma innata, como yo.
Y le dije: Coge de ahí que me tienes que ayudar a cortar. Y,
como buen jefe, primero le enseñé cómo hacerlo y le volví a decir: presta
atención porque algún día tendrás que hacerlo tú. Y cortamos la mitad convirtiéndola
de nuevo en otra mitad y volvimos a cortar los pedazos por mitad. Curiosamente así, la parte de sus tiburones quedó totalmente irreconocible, sobre todo por el
rastro de las muescas de mis tijeras de corte de carnicero sin afilar.
-Mamá, ¿para qué quieres esto?- preguntó interesado.
-Pues porque la ropa vieja, primero se corta en trozos y se
aprovecha para la limpieza. Debes saberlo para tu futuro- contesté con cierto
misterio que le produjo una sonrisa finalizada en mueca.
A mi siguiente hijo, el mayor, no le fue difícil repetir el
proceso ya que estaba mirando. (Aunque los que no lo saben de manera
innata tardan más en aprenderlo, con paciencia y amor, lo aprenden igualmente) Y le dije: -Coge de ahí que esta parte es la tuya. Y acató
sin preguntar. No le hizo falta. Recordad: estaba mirando.
Cortamos su mitad en otra mitad y así…repitiendo el mismo
proceso también a muescas… las cabezas de los tiburones y sus ampollas de Lorenzini.
Recogieron ambos sus mitades y se dirigieron al salón para
iniciar la limpieza. Por el camino, las mismas muescas, cortadas con mis
tijeras de carnicero sin afilar, soltaban pequeños hilos algodonados. Así que,
les dije:
-Vamos a limpiar con trapos de verdad, que estos tiburones
no sirven ni para los muebles.
No obstante, os diré que, ahora, los trapos, está ocupando el
lugar de las alfombras de cartón que se colocan en cada estancia de una obra
menor en finca de 5 alturas. Como estoy de supervisora de la misma, una vez finalicemos
con ella, los trapos serán diligentemente redirigidos a la basura porque, al
menos, han servido para limpiar la suela de los zapatos.
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