Fannie, ha llegado tu momento.
No lo demoremos más —dice Julio observando el panel de apuestas de la bolsa internacional del (nuevo) petróleo—.
—Quiero estar cerca de ti —dijo, sin haberle preguntado—.
Eso fue lo que dijo la nueva empresaria, antes enfermera que vendía amapolas en la rotonda, firmando el crédito personal para la compra de su tetería. Ahí fue cuando tuvo un momento de súbita sinceridad, una extracción de máscara, casi una fisura en su personalidad. Era una mujer conocida por todos… menos por mí. Aunque había sido advertido de su extravagante personalidad.
Fannie Ma(n)e era una mujer fuerte, de rubio moño helicoidal costumbrista. Puede que escondiera su falta de autoestima tras ese lápiz que desbordaba sus límites labiales (evidencias reminiscentes de una mujer deseosa de bótox, imaginario e impagable), o tal vez quisiera confundirte al mirarla. Si la observabas, la confusión se apoderaba de tus pupilas y deseabas saber si aquello era su verdadera esencia o si, en realidad, mostraba su madera de líder oculta entre estereotipos estancados en ofensivos catálogos de la gente; gente… sin nada que ofrecer.
—Yo solo soy el banquero, por si no te das cuenta —le respondí—. Solo puedo ofrecerte un crédito personal.
Y rió con mi respuesta. Rió con tal fuerza que su pelo rubio en espiral se inclinó noventa grados desde su posición inicial, sin moverse ni un milímetro de su espacio ocupado. Parecía una mujer muy flexible, con los cabezales esternales reforzados por el paso de los años y la pasmosa fortaleza que otorga el saber que nadie apostará por ti.
—¿Te parece poco acercamiento la aceptación de una deuda? —sonrió al estampar su firma sin mirar el contrato.
—¡Ah! Te referías a eso —carraspeé, sonrojado.
—¿A qué me referiría si no?
—Bien, pues ya está —comenté, recogiendo y ordenando los papeles para acabar ofreciéndole su copia dentro de un sobre.
—Bien, pues ya está —repitió, burlona, sabiendo que llegaba la hora de desaparecer para aceptar el nuevo rumbo de su vida, sin red a la que aferrarse.
—¿Contenta? —pregunté por cortesía mientras me levantaba y gesticulaba las indicaciones pertinentes para invitarla a salir de la oficina.
—Mucho —respondió con una amplia sonrisa, desapareciendo a través de la puerta de cristal.
Mientras la veo alejarse, pienso en que no comprendo cómo el Ayuntamiento le ha podido dar permiso para colocar una tetería en una rotonda. Aunque, bueno… esto es Inglaterra, ¿no?
El bombero Paul Auster y el mercado de metales de Londres
Por el lado izquierdo, la vida transcurría a la espera en una estación de bomberos. Todo lo contrario a como le iba la suya a Fannie Ma(n)e. Cuando los avisos de emergencia escaseaban —y cierto es que era la mayoría del tiempo—, el bombero Paul dedicaba su tiempo a organizar y revisar los elementos necesarios para sofocar un buen fuego con una lista de papel en la mano. Cuando acababa con ella, la quemaba en el patio trasero de la estación. A solas y en acto solemne.
El jefe de bomberos tenía un tic curioso: solía acariciar un reloj de arena diminuto del que presumía por haberlo tallado él mismo con sus propias manos. El reloj llevaba a la reina de Inglaterra cincelada. Lo sé porque siempre que acudía a cortarse el pelo en la barbería de mi padre, lo dejaba en una esquina de la mesa de corte y, a veces, me dejaba jugar a darle la vuelta. Ocasión que aprovechaba para hacerme siempre la misma pregunta:
—¿Sabes de qué metales está compuesta la arena de los relojes de arena?
A lo que yo siempre respondía que no, aunque a partir de la tercera vez ya me sabía la respuesta de memoria. Le dejaba seguir con la actuación.
—De estaño y plomo, de estaño y plomo, de estaño y plomo —repetía tres veces, canturreando cada vez para captar mi atención (y la de todo el mundo a la espera de su turno).
El barbero que confundió a Bryce E. con Michael H., y el mercado de futuros que espera el primer descuido para recordárselo
Hoy era uno de esos días en los que la lluvia dominaba la situación. Mi padre, Giovanni Banetti, no me dejaba salir a la calle cuando llovía, y eso que disponía de mi kit salvaguarda compuesto por chubasquero y botas de agua. En vez de eso, me obligaba a utilizar la cámara de fotografías que compró por Navidad para retratar a los clientes. Con su permiso, claro. Decía que los buenos cortes de cabeza deben ser inmortalizados. Lo malo es que todos le parecían cortes sublimes. Y claro, eso no distingue los buenos cortes de simples cortes, aunque no tiene relación alguna para distinguir las buenas fotos de las malas fotos. Depende del fotógrafo, suponiendo que sea yo. Y eso es un futurible, todavía por venir.
Como os digo, el barbero Banetti, como le gusta que le llamen, una vez por semana me manda imprimir las fotos en papel de calidad para acabar indeciso durante una semana más sobre qué fotografías debe exponer en el escaparate.
Como todo el mundo se corta el pelo en el salón Banetti, medio barrio pasa y pregunta cuándo estarán las fotos, que se acuerde de ellos. Sobre todo les pasa a señoras y señores, que se cortan el pelo al estilo Bob (ellas) o por técnica radial (ellos).
El banquero Bryce E., su Westmancott, al que le resbala la lluvia… y la bolsa de Londres
Pero no quiero dispersarme. Por la ventana, veo al director del banco salir y sentarse en su flamante coche aparcado en la rotonda. ¿Qué hará ahí sentado? Se va a empapar hasta los huesos. Se ha sentado en su coche, justo enfrente de la nueva tetería de Fannie Ma(n)e, a la que mis amigos y yo solemos acudir a jugar y a hacerle compañía solo cuando el tiempo es soleado. Porque suele estar muy sola más allá de las cinco y media de la tarde, y como los hijos de los comerciantes todavía no pueden disfrutar de la compañía de sus padres, estos tienen un acuerdo tácito con ella. Nos envían allí para “ayudar” en lo que se pueda. Pero Fannie nunca nos deja ayudar. Dice que no queramos ser mayores antes de tiempo. Que todo llegará, y que el mundo nos espera impaciente a ver si podemos arreglar algo. Insiste en que, cuando podamos hacer algo, que por favor nos centremos en “algos” útiles y no pongamos más rotondas. No sé muy bien por qué lo dice, pero me hizo prometerle, por aquello de ver muy lejos el futuro, que si llego a alcalde algún día, estudiaré su caso.
Como os decía, observo al banquero desde la ventana. Está sentado en su coche y no deja de mirar hacia la tetería. ¡Qué risa verle sin impermeable, con la que está cayendo! Dice mi padre que Michael H. lleva un traje muy caro, pero que parece que le resbala… la lluvia, dice. Y yo le digo que el director del banco no se llama Michael H., que es Bryce E.
Muy extraño todo. ¿No creéis?