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mírame,
tú.
Sí,
tú.
No aquel,
ni el otro,
ni el señor sentado a la puerta de una taberna.
No.
Mírame tú,
obsérvame atento
(como hiciste ayer tarde
cuando,
a través del cristal
intuiste mi presencia
y,
en efecto,
era yo la que presenciabas).
Mírame y confírmame que
el dueño del mundo ha vuelto a firmar
el castigo y la penitencia
de decidir por mí
lo que ninguna mujer firmaría
por ti.
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La libertad de ser es tan sagrada como
la propia existencia.
Atiéndeme bien.
Escucha e interioriza estas palabras:
Por la rúbrica solidificará
la sangre, el tiempo y el verbo.
¿Has saboreado bien lo leído?...
porque después...
todo quedará arrasado.
¡Que me mires!
Fíjate bien en mis pupilas,
observa centrado mis ojos.
Mírame y niégame (si te atreves)
que tú
no has tenido nada que ver en ello...