Una pista a ver si se enteran ya de una vez por todas: Todo el problema se solucionaría si los dirigentes fuesen capaces de dejar de lado su insistencia en la creación de una base de datos facial para conseguir su codicioso microtargeting electoral. Con ello no es que quiera ofrecer mis conocimientos en bigdata psico-filosóficos acerca de la información de datos estructurados (y en bruto) que se encuentra oculta en la red a la vista de cualquiera, no. Sin embargo, si persisten, tengan en cuenta señores gobernantes (políticos y cabildos económicos)que éste es un juego W2 (win, win) para los participantes con ventaja. Y no son ustedes.
He buscado entre las ruinas
escombros en los que espacializarme.
Subsumir y reciclar
algún pedazo.
Recostar, conjugar y consentirle.
He buscado y he podido constatar
el ritmo en infinit(iv)o.
El púlpito será partícipe de ello
para soslayarme
para redimirme en el encuentro.
He buscado entre las ruinas
escombros en los que espacializar-me.
Y solo he conseguido bajar las escaleras
de dos en dos
(¿te parece poco?)
ante la lluvia
ante los entuertos milenarios
generales y concretos
pendientes de tus hilos.
He conseguido la asunción de penitencias
adjuntando los clásicos discípulos del mal
Una vez visitamos un cortijo. Allá en los ochenta, cuando mi familia demostraba su espíritu aventurero y decidía coger el coche para adentrarse en las profundidades andaluzas, por aquello de volver a los orígenes.
Nos acogieron con mucha educación. Mi tío, capataz de la cuadrilla de trabajadores del señor latifundista, era hombre de bien, respetado por su equilibrado sentido del saber ser, ver y hacer. Su mujer, cuya correspondencia consanguínea para conmigo era de tía política, estaba considerada como una de las mejores cocineras del valle. Mi abuela me contaba, en las noches de verano mediterráneo, que se había labrado una reputación intachable por su capacidad de organización y servicio para regimientos ingentes de comensales hambrientos.
Cuando llegamos a aquel caserón, me sorprendió mucho el grosor de las paredes. Mi familia, constructores de arraigo conocido en la provincia de la capital del Túria, me enseñó, a la tierna edad de ocho, nueve y diez años veraniegos, el arte de hacer “barrecha”, colocar atabones y la magia del aislamiento de pared doble entre las que añadir laminado de corcho (si se pretendía aislar del sonido) o el de relleno de lana de roca si la pretensión consistía en aislar del frío y el calor.
Y allí estaba yo, a mis lozanos doce, alucinando al entrar en una casa enorme dotada de unos muros de piedra de metro y medio de anchura por los que se observaban rocas enteras intercaladas de barro y cemento mientras mi padre me decía, “nena, cierra la boca que en boca cerrada no entran moscas”(muletilla reconocida por todas las generaciones de mujeres de larga memoria y paciencia corta).
El caso es que pasamos unos primeros días estupendos tomando el sol y ayudando a las labores de la tierra. Fue la primera vez también que mis hermanos y yo subíamos a caballo. “Enortados” por nuestro tío montamos primero al paso, luego, al trote y (solo cuando le perdimos el miedo) al galope por la ruta de los trigales verdes.
Lamentable fue que, al séptimo día, domingo para más señas, todos los niños que habitábamos la casa nos despertábamos por los gritos de mujeres. Entre ellas, mi madre con su tono inconfundible en Sí bemol 6. Mi tía apareció en la puerta y nos gritó: ¡No se os ocurra salir de la cama hasta que yo os lo diga!
Recuerdo que me senté acercándome al cabecero y recogiéndome las rodillas. Mis dos hermanos, con quien compartía cama por falta de colchones, hicieron lo mismo por imitación. Mi mirada fija sostenida hacia la puerta comenzó a perder la nitidez justo en cuanto vi pasar la primera rata. Entonces volví a ver más claro que nunca sincronizando la apertura de ojos con el bruxismo consciente de los dientes, esta vez sí, con la boca bien cerrada. Por instinto, supongo, extendí mis manos a izquierda y derecha para tapárselas a ellos.
Mis primos en cambio, se saltaron a la torera la orden de su santa madre y se pasaron a nuestra cama, con inusual alegría. Como si aquello fuera la cotidianeidad al cuadrado.
—No se asustéi. ¡Si estamos en er campo! ¡Esto e lo normá!
Pero, lo que mis primos consideraban normal se convirtió en anormal en el momento en el que vimos pasar, no una ni dos, sino un regimiento completo de ratas de más de 30 cm de longitud por el pasillo. Y, abriéndose paso entre ellas, escopeta en mano, mi tío con botas de agua y sombrero haciéndolas volar y mostrando su habilidad en el expresionismo abstracto del manejo de la sangre sobre lienzo empedrado.
No recuerdo bien cómo pudo con todos nosotros de una vez porque éramos cinco. (¡Cinco!). Pues lo hizo. Lo hizo y no sacó a zancadas por las escaleras recorriendo aquel cortijo andaluz dando a la vez patadas a izquierda y derecha para deshacerse de aquellos animales apestosos.
Logramos salir sin más problemas que la lumbalgia posterior de nuestro pobre tío. Mi madre y mi padre nos esperaban fuera. Mi tía se encontraba todavía dentro y salió detrás de nosotros con las manos ensangrentadas. Mi madre entonces volvió a gritar, esta vez en Sí bemol 7.
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Quién ha pisado el césped
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