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Lo que recuerdo es la frialdad de la tierra que se encargó de que comenzase a temblar en pleno mes de agosto, en un cortijo cordobés, en Andalucía.
Durante el corto espacio de tiempo que tardó en llegar el propietario, la cuadrilla se entretuvo tapiando las ventanas y puertas. Decisión que tomó la figura del capataz con sombrero pues, a la inmundicia de ratas, se sumó una innumerable y sorprendente cantidad de insectos como chinches, cucarachas o moscardas.
Poco después de finalizar el trabajo de carpintero improvisado al unísono por los trabajadores, el señorito andaluz, propietario del cortijo, apareció. Lo vi venir a contraluz. Pelo engominado, tez imperturbable y paso lento como si fuera a entrar a matar. Saludó desde lejos a todos los asistentes asintiendo con la cabeza. Flanqueándolo, a izquierda y derecha, mi tío y su segundo.
Se acercaron al edificio del que salían sonidos onomatopéyicos típicos de ratas encerradas y evaluaron los daños. En menos de dos horas aparecieron los bomberos y, tras pasar unas cuantas más, le dieron la mala noticia al dueño: Lo mejor era proceder a la quema.
—¡¿Quemar?! —gritó el latifundista indignado. —¿Pero cómo que quemar? ¿No hay otra solución?
—No se lo recomiendo señor. La desratización asegura tan solo la desaparición de las ratas pero no del resto de fauna e insectos que dice usted que han aparecido. No existe cóctel de insecticida para todos que aseguren la desaparición completa —razonaba el jefe de bomberos con coherencia de autoridad para la solución de desastres.
Entretanto se desarrollaba la conversación, llegaron tres furgonetas blancas de tres empresas de desinfección. Acudieron a la llamada de mi tío siguiendo las órdenes estrictas del señorito. Los tres expertos que salieron de ellas, al ser puestos al corriente de la situación, corroboraron la hipótesis del jefe de bomberos sin titubear.
—La quema, sin dua —dijo el primer especialista en desratización.
—Coinsido —dijo el segundo especializado en hacer desaparecer cucarachas e insectos a toque de dedo.
—Yo también, y mire que es tirar piedras sobre mi tejao, creo que la solusión er la quema, señó Fransisco —acabó afirmando el tercero versado en desinfección general de locales y comercios.
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Con el sol guiñando para esconderse tras el horizonte, el latifundista, su gomina y su capote seguían reflexionando. Mi tío, ahora rodeado de la cuadrilla, asustada ante la posibilidad de que aquello supusiese un traspiés económico para sus casas, intentaban dar ideas bajo del almendro junto a la casa a la vez que se sobresaltaban cuando alguna parte de la fauna de dentro del caserón emitía alaridos golpeando contra las maderas.
Mis hermanos y primos, niños en edad de soportar la carne en movimiento, se alejaban para jugar con los perros, perseguir a las gallinas o cazar lagartijas. Yo no. Yo me mantenía sentada en la zona de barbacoa habilitada debajo del árbol junto a mis padres y mi tía que se afanaban por preparar café. Al propietario se le veía ir y venir a su coche. Intercambiaba impresiones con los especialistas y volvía al vehículo a llamar por teléfono, un terminal de usuario TMA-450 que parecía un ladrillo.