Desde siempre él había sido un tipo duro. En su casa bebían agua fría todo el año. En el colegio, sufrió golpes psíquicos que le hicieron reír. Se lo tomaba como una experiencia para aprender estrategia vital. Por aquel entonces ni lo sabía.
Al llegar a secundaria, su carácter se forjaba a hierro con los bocadillos de pan duro que su abuela le untaba de aceite y cacao.
Nadie estaba más preparado que él para la situación ante la que le puso la vida.
Tras sus últimas discrepancias con los dos compañeros de curso, que no de clase, y aprovechando que en el centro escolar en el que estudiaba no existía la posibilidad de realizar más que la primaria, sus padres optaron por buscar un colegio privado. Por aquello de las compañías, los contactos y por extensión justificada de su decisión; la educación cristiana en valores.
Ingenuos. No saben que el mal se extiende en todos los lugares y que, la siembra de principios alterados genéticamente, es el mayor imperio forjado por herreros del mal desde la cuna del hospital1.
No entendieron nunca que solo el entorno puede salvarnos. Esa fue la causa de que el innatismo de la defensa no fuera percibido jamás por ninguno de los miembros de su familia.
La cuestión es que su origen era humilde. Pese a que sus padres fuesen personas instruidas, tituladas y de posición laboral reconocida, la liberalidad de la misma y las reformas fiscales impuestas por el gobierno de turno, ahogaban a cualquier emprendedor. De ahí que, el esfuerzo por mantener el estatus suponía alta inversión económica y mental.
Pulsado el inicio de curso, los problemas comenzaron. Uno, dos y tres. Sí. Tres días le duró la calma. Al cuarto, en el comedor estudiantil, un gilipollas de tercer curso de la secundaria tuvo la magnífica idea de restregarse por su polo blanco impoluto con los restos masticados de kiwi que llevaba en la boca.
A la salida explicó a sus padres que le esperaban en la puerta, en qué consistía la gracia.
Su madre, encendida ante la situación, pues no le compraron otra muda porque ese mes ya no les llegaba el presupuesto para más, no pudo remediar esgrimir ciertos improperios dignos de un literato. (Su instrucción se la pagó ella también. No podía soltar cualquier insulto, así, sin creatividad).
Al llegar a casa, comprobó el estropicio. Ambos progenitores departieron concienzudamente la forma en que podría desaparecer aquella mancha. Definitivamente, el quitamanchas "un minuto" era la mejor solución. El padre colocó la pieza en la lavadora y la madre miró al cielo para solicitar que parase de llover, saliese el sol y secase a tiempo para el día siguiente la susodicha pieza del conjunto uniformado.
Al llegar al tendedero, cinco y media de la tarde, lucía un sol abrumador y la brisa de los treinta minutos. Colocó el polo con parsimonia, disfrutando del momento solar con los ojos cerrados y se aisló del mundo sabiendo que la regla de los mil ochocientos segundos de brisa no fallaría. La ropa estaría seca en ese plazo.
Al volver en sí, giró y se encaminó hacia la cocina. En el pasillo se encontró al niño y, alzando la mano con el dedo índice erguido le dijo:
–Dile al bocachancla ese que te ha manchado, de parte de tus padres, que vaya con cuidado. Que tenemos tanto, tanto poder, que hemos hecho que pare de llover y salga el sol para que se seque su estropicio. Mañana seguirá lloviendo.
¿Qué?, pensó el hijo.
La cara del muchacho, (pues ya no era un niño, su altura así lo corroboraba), era un bonito poema de circunstancias mezcladas con una incredulidad divertida que acabó en carcajada, al tiempo que finalizó de comprender la frase.
Al día siguiente, tal y como predijo la madre, llovía.
Y llegó la hora de la comida. Normalmente era una bazofia pero el postre... el postre era espectacular...¡tocaban fresas con zumo de naranja natural!
Nuestro protagonista sonrió.
A la hora de la comida, el agresor, (de aquí en adelante le llamaremos "artista"), reía con sus compañeros de creatividad cuando de repente una alegre lluvia de fresas con nata le caía exactamente por el mismo hombro por el que el día anterior su kiwi chorreaba en la de nuestro chico. Sonó un estruendo portentoso. Era una risa general de la que se hacía eco hasta las paredes. Al volver la vista sorprendido, el artista observó un par de móviles grabando. (Para acabar de arreglarlo...).
-¡Oh! Lo siento, no sabes cuánto–respondió con la suficiente sorna como para que se le notase–. Es que... me he resbalado con el líquido este del suelo...-explicó mostrando un poco de zumo de naranja justo detrás del artista.
Antes de poder decir nada. El puño del artista cayó como un mazo en su mandíbula. Más allá de reaccionar huyendo (que sería lo lógico)pensó respondiendo al golpe con un sorprendente derechazo en el estómago de su contrario: Te estaba esperando. A ti te expulsan y a mí, si lo hacen, me libran del examen de francés. Gano, gano por todos los lados.
Y es que para sobrevivir... cada uno tiene sus técnicas.
1.Por lo que no diferencia entre lo público y lo privado. En ese sentido, es muy demócrata.