Alguien le tocó el muslo por la parte superior para avisarle que era hora de despertar. Sin embargo, al abrir los ojos, no había nadie a quien reprocharlo. ¿Las cuatro y catorce de la madrugada? —pensó mientras miraba el reloj despertador sobre la mesita de noche—. Se dio la vuelta intentando volver a dormir murmurando impropios.
Un movimiento br usco desconocido la introdujo de nuevo en el sueño, pero esta vez se encontró de repente en la cornisa de un gran edificio neoyorquino. No sabía que estaba en Nueva York, pero lo supo al instante. Desde donde se hallaba, podía ver las Torres Gemelas. Aquellas estructuras que ya no existen, pero que fueron, sin duda, el símbolo más claro de la ciudad. Evidente; estaba soñando.
—¿Y si me doy cuenta de que es un sueño… qué pasa? —se preguntó —. Nada. No pasa nada, ¿verdad? Solo por eso podemos distinguir entre sueño y realidad, ¿no es así?
Justo entonces, una brisa suave la sacó de sus cavilaciones, obligándola a balancearse levemente de izquierda a derecha.
Miró hacia abajo y comprendió de inmediato la gravedad de su situación.
Uno, dos, tres… contó en apenas un segundo hasta siete plantas. El vértigo la obligó a apoyarse contra la pared a lo que sumó la invasión del miedo a la caída libre.
—¿Pero por qué me preocupa? Si solo es un sueño…—volvió a cuestionarse —.
De pronto, escuchó sonido de agua en tr ánsito. Desde su posición no podía saber de dónde provenía, así que decidió avanzar con cuidado por la estrecha cornisa hasta la esquina del edificio. La curiosidad, incluso en los sueños, tiene el poder de los filósofos.
Con sumo cuidado, dio unos pasos. Sorprendentemente, su cuerpo parecía flotar con una confianza que no había notado al principio. Decidió aprovechar esa habilidad hasta llegar a la esquina del séptimo piso. Al girar la cabeza, vio algo inesperado: una ola gigantesca se aproximaba directamente hacia ella, arrastrando con ella leones, ballenas, barcos, tortugas y tiburones.
—Un momento… ¿a cámara lenta? —pensó sorprendida.
Regresó a su posición inicial, desconcertada.
—¿Animales en mitad de una ciudad, en una ola a cámara lenta? —se preguntó de nuevo—. ¿Y por qué no hay personas, coches o escombros?
La curiosidad volvió a tirar de ella cual bebé solícito. Total, si la ola se acercaba tan lentamente, tendría tiempo de huir hacia el otro lado del edificio y salir indemne. Después de todo, es mi sueño, pensó. Si el tsunami me arrastra, se acabó el sueño.
Con la seguridad que da el control sobre esto, se asomó de nuevo. La ola se acercaba en slow motion, cada vez más alta, más limpia y más transparente. Esta vez, notó un detalle que antes no había visto: la ola no rompía, sino que se deslizaba abruptamente por una cascada, justo a la altura de su posición en la cornisa del séptimo piso de un edificio neoyorquino.
Los primeros en caer fueron los tiburones. Ella los observó con una mezcla de fascinación y desconcierto, viendo en sus ojos la calma que precede a la catástrofe, porque si miraba hacia abajo, lo lógico sería ver el agua seguir su curso natural. Pero no. El agua desaparecía evaporándose en un vacío cuyo final no alcanzaba a divisar... y sonrió durante unos segundos...