PINCHA AQUÍ. 1ª PARTE.

Este relato forma parte de una serie de relatos denominados "Pincha aquí".
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Fuente imagen:
tackyraccoons.com


Mi tía Paula no era mi tía. Mi padre y ella eran hermanastros. Su madre se casó con mi abuelo poco tiempo después de enviudar. Él también era viudo. Mi abuelo y la madre de mi tía Paula trabajaban juntos. Eran farmacéuticos. En realidad mi abuelo trabajaba para su madre. Ella era la dueña de la farmacia. Así fue  como se conocieron (al menos, esa es la versión oficial).
Como no podía ser de otra forma, mi tía Paula, también estudió farmacia. Era hija única y, como cualquiera sabe, una farmacia es una mina de oro. Un negocio así cuesta mucho tiempo e inversión y no se deja perder pese a que un hijo no tenga vocación de boticario. Si eres hijo de farmacéutico tu futuro es cristalino: serás farmacéutico. No existe opción ni resistencia posible.
El caso es que mi tía Paula estudió también farmacia. Menos mal. Aprovechando que su vocación coincidía con su profesión y pese a las reticencias de mi abuelo y su madre en que abandonase el pueblo para irse a trabajar para una gran multinacional, se especializó en investigación. Antes  de acabar la  carrera ya mezclaba pociones becada en una multinacional del sector. Casualidades de la vida, incluso siendo farmacéutica y heredando un negocio próspero, prefirió averiguar cómo funcionaba el mundo a escala molecular. Su particular perspectiva sobre ello le hizo despuntar en I+D. De pequeño siempre me la imaginaba vestida de bruja de luz removiendo el caldero mientras el humo de las mezclas se expandía inexorablemente por el universo. 
El caso es que, pese a que nosotros no éramos familia directa, como mi padre y ella pasaron la adolescencia como hermanos, ese cariño se arrastró y se consolidó cuando nos mudamos a la misma ciudad en la que ella vivía. Gracias a los contactos de mi "casi tía", mi padre encontró un buen trabajo en Bruselas como profesor de Español y nos trasladamos allí.
Un domingo salimos todos de excursión. Pauli, como la llamaba mi padre, se empeñó en hacernos de guía turístico y nos llevó a Aywaille. A mi madre le hizo ilusión y apoyó la idea. Mi madre y mi tía tenían una relación estrecha. Casi como cuñadas. Esto de ser casi familia, pues...que une mucho...¿no?

—Sí. La familia la hace uno, eso es cierto –contestó Manuela a mi relato mientras tomaba otro trago del refresco que le acababa de servir el camarero.

En la terraza exterior de aquel bar la brisa cálida empujaba suave. Para la época del año en que estábamos no era normal. Siempre solía refrescar. Pero no era el caso. El acompañante airoso invitaba a permanecer allí sentados a perpetuidad.

—Pues esto...como te iba diciendo, ¿por dónde iba?
—Por...que fuisteis de excursión. 
—¡Eso, eso! –exclamé recobrando la memoria–. Pues, un domingo, creo que era marzo, no lo recuerdo bien, nos llevaron de excursión. <<A escalar>> dijo mi padre. Yo tenía...creo que 10 años y mi hermana Azucena 6. Ya ves... éramos unos renacuajos. Escalar, escalar...pues te imaginarás qué iríamos a hacer; caminar unas cuestas de dos o trescientos metros, almorzar por allí y poco más...

—Sí. Claro, con niños tan pequeños...

Pero me llamó la atención que mi tía Paula insistiera mucho antes de salir en que dejáramos los teléfonos móviles en casa. Lo recuerdo bien porque mi padre y ella tuvieron una pequeña discusión, nada grave, sobre la incoherencia que suponía estar incomunicados de viaje con niños pequeños. Discusión que quedó zanjada con la opción intermedia planteada por mi madre. La diplomacia era una característica esencial en ella.  Los teléfonos se quedarían en el coche por lo que pudiese pasar, y punto. Yo creo que mi madre se olía algo. 

—¿Qué pasaba? Joder, Santi, me tienes...
—Bueno, espera que voy. No seas impaciente.Te dije que te daría una historia, ¿no? Pues debes conocer todos los datos. Te mereces ese ascenso y te lo van a dar. Te lo digo yo —inquirí muy serio. Aquello no podía tomárselo a la ligera.

La cuestión es que hicimos la ruta correspondiente y llegamos a Remouchamps. Resulta que la escalada fue por el interior de la tierra. Visitamos las Grottes... todo estupendo...por supuesto cualquier elemento de comunicación se quedó en el coche...etc. Ya sabes...
Algo pasaba. Mi tía no era una persona con perfil paranoico ni maníatica. Pero, pasado el tiempo, ahora sí puedo decirte, con la perspectiva de madurez que me otorgan los años, que aquel día se comportaba así.

—¡Bueno y qué...! –volvió a insistir con gesto impaciente. Terminaba su primer refresco y le hacía gestos exagerados al barman para que le sirviesen otro.

—Hazme caso, saca la libreta –. Ahora era yo el que le pedía con extrema urgencia que comenzase a tomar nota de todo. Hasta ese momento, el cuento parecía eso; un cuento. De ahí que no tuviese mucho interés más allá del que pueden darse dos amigos en contarse sus historias tomando un café. 
Sin pensárselo mucho y mirando mi semblante, sacó su libreta de aquella especie de zurrón carcomido, rebuscó con la otra mano y extrajo un bolígrafo. Lentamente abrió la tapa hasta encontrar la primera hoja libre e hizo ademán de comenzar a apuntar volviendo a mirarme expectante.

Seguimos con la excursión por la N666. Durante todo el día, mi tía no dejó de mirar atrás, de observar por todos los lados como si creyese que alguien nos seguía. Pero no era así. Bueno, ahora pienso que quizás sí, pero por aquel entonces, ¿quién se iba a imaginar...?

—Um. Empieza a interesarme... —interrumpió mi amiga periodista.
—Pues todavía no tienes lo mejor —respondí dándome importancia.

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