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Fuente imagen: prop-ia |
Cuentan que existe un ritual en la vertiente oriental africana, concretamente en el norte de Nigeria que expone a los bebés recién nacidos a un ritual. El ritual se denomina el "El ritual de las hienas" y consiste en que uno de los padres de la tribu, muestra una cabeza de cabra ensangrentada a una hiena que han atraído para la ocasión. Después retiran la cabeza de cabra y le acercan un bebé envolviéndolos a ambos en una manta. Pasados unos minutos en los que solo se ven bultos dentro de la manta consiguiendo que la imaginación explote las cabezas de los presentes, destapan la manta. Si la hiena no ha actuado como animal salvaje que es y el bebé humano sigue intacto, significará que esa futura persona tendrá una buena vida y fructificará su existencia. Y es que, la hiena, para dicha tribu, supone el espíritu del mal en la tierra. Expuesta tu descendencia directa a la encarnación de la maldad, si no te ataca es que estás libre de ello. Lógico, ¿no creen? Igualito, igualito que la pila bautismal.
Permítanme que prefiera esto último y que lo primero suene a legajo de refritos disponible y de corte a medida para el visitante alternativo turístico y ocasional que disfruta de África a 3000 euros la carnaza con sangre fresca y animal dopado incluidos en el kit de flipados por el olor a sangre.
De la vertiente occidental africana, por su parte, nos llega una historia real derivada de una leyenda que dispone de ciertas similitudes. Esta vez en Etiopía. Al parecer, en la cuarta ciudad santa del Islam, Harar, una tradición se perpetua. En el Aw Nugus y otros santuarios, acaece un ritual que viene de lejos.
Cuenta la leyenda que un sultán, podía leer el futuro de los pastos, la salud de sus ciudadanos y la predicción meteorológica gracias a los restos de la avena que aportaba como ofrenda al mal reencarnado en las hienas etíopes que visitaban la ciudad. Esas ofrendas se extinguieron. Sin embargo, desde hace unos cincuenta años, las mujeres de la ciudad cocinan avena depositándola en las puertas de esos santuarios para que las hienas se la coman. De los restos, se derivará el porvenir de sus familias.
En el caso de uno de sus ciudadanos, Yusuf, cobra un nuevo sentido porque ha sido capaz de retorcer, de actualizar y modificar su significado dándole una vuelta de tuerca digna de un maestro de Aikido. De esos que saben usar el impulso de un ataque para devolvértelo sin usar apenas fuerza propia.
Cuenta Yusuf, el superviente, o Warebahemba (que así lo llaman en Harar aunque en suajili significa "queridos amigos") que cuando era un bebé, sufrió un ataque de una hiena mientras su madre trabajaba en plena cosecha del té arábigo. Warebahemba, iba envuelto en una manta colgado de la espalda de su madre. Ésta lo depositó un momento en el suelo para recoger el gorrito rojo que se le cayó al niño mientras trajinaba con la cosecha. ¿Todavía no se inquietan por la similitud intuitiva, por los lugares comunes? Sigamos... El animal, comportándose como animal en su hábitat, salió de entre los arbustos y mordió al bebé en la cabeza y el estómago, pero no lo mató. Esto hizo que, Warebahemba profesara al animal un temor más que fundado durante gran parte de su vida.
Años después, las hienas volvieron a casa de Warebahemba y escarbaron cerca de donde dormían sus hijos. Él pensó que volvieron para vengarse por no habérselo comido cuando le tocaba. Todo muy lógico. (Quizás, es solo una idea...habría que preguntarle si su familia cumplía con el ritual de la avena). Lejos de amilanarse, Yusuf (hombre inteligente, también os lo digo), contactó con un amigo carnicero que le proporciona desde entonces toda la carne pútrida que le sobra de la carnicería.
Eso es, eso eso...¿Por qué quedarnos en la avena? La ofrenda aumenta de valor para las hienas... ¡Proteína directa, señores! ¡Proteína!
Warebahemba ha perfeccionado la técnica de alimentación del espíritu del mal, pero no se ha quedado ahí. No le deja la carne putrefacta en la puerta. Él se sienta tranquilo y relajado y las alimenta clavando cada pieza de carne en un palito de 10 centímetros que sostiene entre sus propios dientes. Y, por si fuera poco, no a una sola de las reencarnaciones. Porque, para el superviviente, son cinco las reencarnaciones del mal que tiene identificadas y a las que ha puesto nombre. Y todo por aquello de que ya son casi parte de la familia.
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Fuente: prop-ia |
Lo cual me lleva a pensar que es que no hay nada como saber deshacerse de los desperdicios facilitando con ello la economía circular cuya solución es viable, posible y gratuita. Porque recordad: lo que les sobra a las hienas, vuelve a la tierra. Y de nuevo; todo cobra sentido.
Y yo me pregunto, ¿tendrá esto relación alguna con las tradiciones orales y las distorsionadas visiones de futuro (cual teléfono loco) que nos llegan de todas las vertientes? Tanto orientales como accidentales, perdón, occidentales...
La respuesta la obtendrá de mi boca(el espíritu del mal) en un palito de 5 centímetros del que penda la carne más podrida que mi carnicero occidental de confianza pueda suministrarme.
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Versión mejorada según la IA (jaja)
Cuentan que, en la vertiente oriental de África —concretamente en el norte de Nigeria—, existe un ritual ancestral conocido como “El ritual de las hienas”. En él, los recién nacidos son expuestos, envueltos en una manta, junto a una hiena atraída expresamente para la ocasión. Uno de los padres, previamente, ofrece a la bestia una cabeza de cabra ensangrentada; tras unos minutos de espera silenciosa, durante los cuales solo se perciben bultos bajo la tela, se levanta la manta. Si el bebé permanece intacto, se interpreta como un signo de bendición: la criatura ha sido aceptada por el espíritu del mal, y su vida será fecunda, protegida por una fuerza que, para la comunidad, encarna la prueba suprema de la existencia.
La hiena, en esta cosmovisión, no es un depredador cualquiera. Es la encarnación terrenal del mal, el testigo invisible que juzga la pureza de la linaje. Que no ataque no significa debilidad, sino elección. Y esa elección, dicen, es el primer acto de pertenencia.
Lógico, ¿no? Igual que el agua del bautismo: no limpia porque elimine el pecado, sino porque lo reconoce y lo asume.
En la vertiente occidental, en Etiopía, en la ciudad santa de Harar —cuarta en importancia para el Islam—, otra tradición, igualmente antigua, se mantiene viva. Allí, en los santuarios de Aw Nugus y otros lugares sagrados, las mujeres depositan cada mañana avena cocida frente a las puertas, como ofrenda a las hienas que vagan por las calles. Según la leyenda, un sultán del pasado podía leer el futuro de sus súbditos en los restos de avena devorados por estas criaturas: la salud de los pastos, la lluvia venidera, la prosperidad de las cosechas. Con el tiempo, la práctica decayó… hasta hace cincuenta años, cuando las mujeres volvieron a hacerla suya.
Pero hay quien la transformó.
Yusuf —conocido en Harar como Warebahemba, que en suajili significa “queridos amigos”— sobrevivió a un ataque de hiena siendo bebé. Su madre, recolectando té arábigo en los campos, lo llevaba colgado a la espalda, envuelto en una manta. Al agacharse por un gorro rojo que se le había caído al niño, una hiena surgió de los arbustos y lo mordió en la cabeza y el abdomen. No lo mató. Lo dejó vivo. Y así, desde entonces, Yusuf creció con un temor reverencial hacia esas bestias: no como a monstruos, sino como a jueces que habían decidido perdonarle la vida.
Años después, cuando sus propios hijos dormían, las hienas regresaron. Escarbaban cerca de la puerta de su casa. Yusuf pensó: vienen a cobrar lo que les debía. Pero en vez de huir, decidió responder.
Contactó con un carnicero amigo y comenzó a recolectar los despojos más podridos, los cortes que nadie quería: vísceras, tendones, huesos con carne rancia. Pero no los dejó en la puerta. No. Él mismo, sentado en el umbral, con calma, con paciencia, clava cada trozo en un palito de diez centímetros, lo sostiene entre sus dientes y lo ofrece, palabra por palabra, como si estuviera alimentando a seres vivos que merecen respeto.
No a una sola. A cinco.
Porque Yusuf las conoce. Las ha nombrado. Les ha puesto rostro, historia, incluso afecto. Son parte de su familia. Y así, con este gesto, ha convertido lo que podría ser una tragedia en un pacto: el pacto de quien acepta que el mal no se combate, sino que se alimenta. No para dominarlo, sino para convivir con él.
Y en ese acto, tan simple como absurdo, radica una sabiduría profunda: la economía circular no es un concepto moderno. Es un ritual antiguo. Lo que sobra, vuelve. Lo que se desecha, se convierte en ofrenda. Lo que se teme, se domestica con ternura.
¿Y qué decir de las historias que viajan, distorsionadas, de boca en boca, como mensajes en un teléfono sin cable? ¿Acaso no somos todos Warebahembas, en algún nivel? ¿No alimentamos también, con nuestros miedos, nuestras propias hienas?
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人们说,在非洲东部——确切地说,是尼日利亚北部——存在着一项古老的仪式,名为“鬣狗仪式”。在这个仪式中,新生儿被裹在毯子里,与一只特意召来的鬣狗并置。父亲事先将一头血淋淋的山羊头献给这头野兽;随后,众人屏息静候数分钟,毯子下只隐约可见两团模糊的轮廓。当毯子终于掀开,若婴儿毫发无伤,便被视为一种神圣的祝福:这孩子已被“恶之灵”所接纳,其一生将丰盈富足,受一股力量庇佑——而这力量,在族人眼中,正是存在本身最严酷的试炼。
在这套世界观里,鬣狗并非寻常掠食者。它是邪恶在尘世的肉身,是无声的审判者,检验着血脉的纯净。它不攻击,并非软弱,而是一种选择。而这种选择,据说,便是生命最初的一次归属。
合乎情理,不是吗?正如洗礼之水:它并不因涤净罪孽而圣洁,而是因承认并接纳了罪孽,才成为神圣。
而在非洲西部,埃塞俄比亚的圣城哈拉尔——伊斯兰世界第四圣地——另一项同样古老的习俗,至今仍被延续。在阿瓦·努古斯及其他圣所门前,妇女们每日清晨都会摆放煮熟的燕麦,作为献给街头游荡的鬣狗的供品。传说,昔日一位苏丹能从这些生物啃食后残留的燕麦中,窥见未来的征兆:牧草的丰歉、降雨的时节、收成的吉凶。然而时光流转,这项传统一度式微……直到五十年前,女人们重新拾起了它,使之重归日常。
但有人,让它焕然一新。
尤素夫——在哈拉尔,人们称他为“瓦雷贝姆巴”(Warebahemba),斯瓦希里语意为“亲爱的朋友们”——幼时曾遭鬣狗袭击而幸存。那时,他的母亲正在咖啡田里采摘阿拉伯茶,将襁褓中的他背在身后。她弯腰去捡孩子掉落的红帽子时,一只鬣狗从灌木丛中跃出,咬住了婴儿的头部与腹部。它没有杀死他。它让他活了下来。自那以后,尤素夫对这些生灵怀有的,不再是恐惧,而是一种近乎虔敬的敬畏:它们不是怪物,而是审判者,是曾决定饶恕他性命的存在。
多年后,当他的孩子们安睡时,鬣狗再次归来,在屋前刨土。尤素夫心想:它们是来讨债的——讨回当年未取走的性命。但他并未逃遁,而是选择回应。
他找到一位屠夫朋友,开始收集那些无人问津的腐肉:内脏、筋腱、带着陈年腥臭的骨头。但他没有把它们扔在门口。不。他坐在门槛上,平静、耐心,将每一块肉钉在十厘米长的木棍上,用牙齿咬住,缓缓递出——仿佛喂养的不是野兽,而是值得被尊重的生命。
不是一只。是五只。
因为尤素夫认识它们。他为它们命名。他记得它们的模样、习性,甚至情感。它们已是他的家人。正是通过这个举动,他将一场可能的悲剧,转化为了一个契约:一个承认“恶”无法被征服、只能被滋养的契约——不是为了驯服它,而是为了与之共存。
在这个看似简单、实则荒诞的行为中,蕴藏着深邃的智慧:循环经济并非现代发明。它是一道古老的仪式。剩余的,终将回归;被抛弃的,化为祭品;被畏惧的,以温柔驯服。
那么,那些在口耳相传中扭曲变形、如无绳电话般失真的故事呢?我们是否在某种层面上,都是瓦雷贝姆巴?我们是否也在用自己的恐惧,喂养着属于自己的鬣狗?
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Обряд с гиенами: между священным и повседневным
Говорят, что на восточном побережье Африки — точнее, на севере Нигерии — существует древний обряд, известный как «Обряд гиен». В нём новорождённых детей, завёрнутых в одеяло, выставляют рядом с гиеной, специально привлечённой для этого ритуала. Один из родителей заранее предлагает зверю окровавленную голову козы; затем наступает молчаливое ожидание — несколько минут, когда под тканью видны лишь неясные силуэты. Когда одеяло наконец отворачивают, и ребёнок остаётся невредимым, это трактуется как знамение благословения: дитя принято духом зла, и его жизнь будет плодотворной, оберегаемой силой, которую община считает высшим испытанием существования.
Для этой космологии гиена — не просто хищник. Она — земное воплощение зла, невидимый судья, проверяющий чистоту рода. То, что она не нападает, — не слабость. Это выбор. И этот выбор, говорят, — первое действие принадлежности.
Логично, не так ли? Как вода крещения: она не очищает от греха, потому что уничтожает его — она освящает, потому что признаёт и принимает его.
На западном побережье — в Эфиопии, в священном городе Хараре — четвёртом по значимости городе ислама — живёт другая, не менее древняя традиция. На алтарях Ау-Нугус и других святилищ женщины ежедневно утром оставляют перед дверьми варёную овсянку — дар гиенам, бродящим по улицам. Согласно легенде, некогда султан мог читать будущее своих подданных по остаткам овсянки, съеденной этими созданиями: здоровье пастбищ, предстоящий дождь, урожай. Со временем обряд угас… но полвека назад женщины возродили его — и сделали своим.
Но есть тот, кто превратил его в нечто большее.
Юсуф — известный в Хараре как Варебемба (на суахили — «дорогие друзья») — выжил после нападения гиены, будучи младенцем. Его мать собирала аравийский чай в полях, неся его на спине, завёрнутого в одеяло. Когда она нагнулась, чтобы поднять красную шапочку, упавшую с ребёнка, гиена выскочила из кустов и укусила его в голову и живот. Не убила. Оставила живым. С тех пор Юсуф относился к этим существам не с ужасом, а с благоговейным трепетом: они были не чудовищами — они были судьями, решившими простить ему жизнь.
Спустя годы, когда его собственные дети спали, гиены вернулись. Они рыли землю у самого порога дома. Юсуф подумал: они пришли, чтобы потребовать то, что им причиталось. Но вместо того чтобы бежать, он решил ответить.
Он обратился к знакомому мяснику и начал собирать самые гнилые отходы — те куски, которые никто не хотел: внутренности, сухожилия, кости с застарелым мясом. Но он не стал оставлять их у двери. Нет. Он сам садился на порог, спокоен, терпелив, втыкал каждый кусок в деревянную палочку длиной десять сантиметров, держал её зубами и предлагал — медленно, почти словно произнося молитву — будто кормил живых существ, достойных уважения.
Не одну. Пять.
Потому что Юсуф знает их. Он дал им имена. Запомнил их лица, повадки, даже чувства. Они — часть его семьи. И этим жестом он превратил возможную трагедию в договор: договор человека, который понял — зло не победить, его нужно питать. Не для того, чтобы покорить, а чтобы жить рядом.
И именно в этом акте — столь простом, почти абсурдном — скрыта глубокая мудрость: экономика замкнутого цикла — не современное изобретение. Это древний ритуал. То, что остаётся — возвращается. То, что отвергнуто — становится даром. То, чего боятся — приручается нежностью.
А что сказать о историях, которые путешествуют от уст к устам, искажаясь, как сигнал в телефоне без проводов? Разве мы все — не Варебембы на каком-то уровне? Разве мы сами не кормим своих гиен — своими страхами?
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The Rite of the Hyenas: Between the Sacred and the Everyday
They say that on the eastern flank of Africa—specifically in northern Nigeria—there exists an ancient ritual known as “The Hyena Rite.” In it, newborn infants, wrapped in cloth, are placed beside a hyena specially summoned for the occasion. One of the parents first offers the beast a bloodied goat’s head; then, silence. For minutes, only indistinct shapes move beneath the blanket. When the cloth is finally drawn back, and the child remains unharmed, it is taken as a sign of blessing: the infant has been accepted by the spirit of evil, and their life shall be fruitful, guarded by a force that, to the community, embodies the ultimate trial of existence.
To this worldview, the hyena is no mere predator. She is the terrestrial incarnation of evil—the invisible judge who tests the purity of lineage. That she does not strike is not weakness. It is choice. And that choice, they say, is the first act of belonging.
Logical, is it not? Like baptismal water: it does not cleanse because it eradicates sin—it sanctifies because it acknowledges and accepts it.
On the western flank, in Ethiopia, in the holy city of Harar—the fourth holiest city in Islam—another equally ancient tradition endures. At the shrines of Aw Nugus and other sacred sites, women each morning place bowls of cooked oats before the doors, offerings to the hyenas that roam the streets. Legend holds that a long-ago sultan could read the future of his people in the remnants of oats devoured by these creatures: the health of pastures, the coming rain, the promise of harvest. Over time, the practice faded… until fifty years ago, when the women of Harar revived it—not as relic, but as ritual.
But one man transformed it.
Yusuf—known in Harar as Warebahemba, which in Swahili means “beloved friends”—survived a hyena attack as a baby. His mother, harvesting Arabica tea in the fields, carried him slung on her back, swaddled in cloth. As she bent to retrieve the child’s red cap, a hyena emerged from the brush and bit him—once in the head, once in the abdomen. She did not kill him. She left him alive. And from that day forward, Yusuf did not fear these beasts. He revered them—not as monsters, but as judges who had chosen to spare him.
Years later, when his own children slept, the hyenas returned. They dug near the threshold of his home. Yusuf thought: They’ve come to collect what was owed. But instead of fleeing, he chose to answer.
He contacted a butcher friend and began collecting the most putrid scraps—the offal no one else wanted: intestines, tendons, bones with meat long spoiled. But he did not leave them at the door. No. He sat quietly on the step, calm and patient, impaling each piece on a ten-centimeter stick, holding it between his teeth, offering it slowly—as if feeding living beings worthy of dignity.
Not one. Five.
Because Yusuf knows them. He has named them. He remembers their faces, their habits, even their moods. They are family. And through this gesture, he turned a possible tragedy into a covenant: the covenant of one who understands that evil cannot be vanquished—it must be fed. Not to master it, but to dwell with it.
And in this act—so simple, so absurd—lies profound wisdom: circular economy is not a modern invention. It is an ancient rite. What remains returns. What is discarded becomes offering. What is feared is tamed not by force, but by tenderness.
And what of the stories that travel, distorted, from mouth to mouth—like signals lost in a broken telephone line? Are we not all, in some measure, Warebahembas? Do we not too feed our own hyenas—with our fears?